Sierra y la vanguardia con sabor a chile

Sierra toma el nombre del apellido de su chef, y por los tanto de una familia entera. En este caso, una familia dedicada a la carne, a elegirla, cortarla y venderla, eran/son dueños de una carnicería. Carnicería donde seguramente de pequeño se paseaba el ahora dueño y guía espiritual del Sierra, sin imaginar, supongo, que terminaría dedicado a trabajar con este producto, que por lo menos para mí es un indispensable en todo plato, triglicéridos altos mediante.

El local es pequeño, exento de lujos, sin nada que lo distinga por fuera, a pasos de Nueva Providencia por Antonio Varas. Seguramente si no vas con la dirección en la mano no lo encontrarás. Ahora, esto contrasta fuertemente con los platos, que son realmente bellos, llenos de colores, formas, texturas, cuando te los traen a la mesa brillan, sorprenden. Se nota el paso de Cristíán Sierra por el Boragó. 

Supongo que por la influencia de su ex-mentor, en el Sierra se explora con la chilenidad, pero desde un punto de vista particular: técnicas de alta cocina, aplicadas a recetas chilenas donde la protagonista es la carne: cazuela, tártaro, acompañamiento de mote, mechada con arroz (suena fome, pero es bien impresionante), sémola con leche.

Te reciben con unas mini dobladitas, y chancho en piedra, si vas al almuerzo habrá un menú donde puedes elegir entre 2 entradas, 2 fondos y 2 postres, mas un vaso de Ginger Beer, Kombucha mezclada con algún jugo, todos hechos en el local, por un muy módico precio fijo: $10.000 pesos. Además tienen una selección de vinos independientes y un sommelier que te puede recomendar unas muy buenas combinaciones de vinos por copa para cada plato. Si bien no tiene cara de ser muy amistoso, hay que decir que hace buenos maridajes. Por las noches, tienen un menú degustación de 9 tiempos, el cual aún no he probado, así es que por el momento no opino de él.

El primer plato que probé del Sierra, fue su cazuela de vaca. Fue amor a primera vista: un caldo potente, oscuro, sabroso, un pedazo de asado de tira que se deshacía solo, una misteriosa mancha blanca en un costado del plato, en la primera cucharada había que probarla: sabor a papa, después el mozo me diría que era “espuma de papa”, genial. Mi lado pesimista, el cual me inunda a veces, me hizo pensar de que había que volver luego (cosa que he hecho varias veces) ya que iba a ser difícil que se mantuviera en el tiempo, que la gente no lo iba a entender. Han pasado los meses, y por suerte, como en muchas otras cosas, me equivoqué. Aun sigue en pie, con nuevos platos, mucha creatividad e inteligencia gastronómica.