La primera vez: Aceitunas
Desde chica las aceitunas fueron un misterio. Como vivía en el sur, jamás vi un olivo. Sí boldos, litres y harto pino, pero jamás un olivo. Íbamos a la feria y el snack de rigor era la bolsita de pasas o la bolsita de aceitunas que adentro traía media rodajita de limón de adorno. Era el picoteo obligado del paseo sabatino. Ahí mismo, en ese puesto de la feria, se compraba por taza el merquén, antes de su ascenso y caída, antes incluso de que Gourmet supiera de su existencia.
No sé si habrá peor broma que darle de mascar a un incauto una aceituna directo del árbol. Pobre alma… Si son los suficientemente porfiados y tienen un olivo cargadito cerca, prueben. Es horrible. Es peor que un caqui verde. Peor que un kiwi verde. Peor que la dos cosas juntas.
He comido aceitunas (como todo chileno) toda la vida. En la clásica empanada, el pastel de choclo y de papa, en la pichanga y solitas para picar. Negras, verdes, moradas y cafés. Sajadas y no sajadas. Amargas y sin amargo.
Pero nunca había hecho yo misma, así que junto con otras cosas (como hacer arrollado y pickles en casa) estaba en la lista de los “pendientes”.
Por eso es que cuando vi este olivo cargadito en el patio de mi oficina me puse tan feliz.
Eso sí, por apurona, me equivoqué y me puse a cosechar sin esperar el punto exacto de maduración, que es cuando se ponen todas negras. Saqué verdes, negras y verde-negras.
Las que alcanzaba, las saqué a mano, saltando. Las otras, con un colador de piscina de esos largos, golpeando las ramas que no alcanzaba, para que fueran cayendo. Las más grandes estaban bien arriba, y las mejores de todas definitivamente no las pude sacar. Junté unos 2 kilos, calculo.
Los vecinos de oficina, geólogos canadienses (dueños del colador de piscina) me miraban con cara de estupor mientras yo le pegaba y le pegaba al olivo, haciéndole el quite a las aceitunas que iban cayendo (porque duele). Igual entendieron que iba a hacer aceitunas, supongo. Me preguntaron y les expliqué que se ponían como un mes en agua con sal. No supe cómo traducir lejía. En todo caso, las hice sin lejía porque me gustan amargas. La lejía no es otra cosa que ceniza y se usa para sacarle el amargo a las aceitunas. Pura magia y cosas del PH que jamás entenderé.
Las puse primero unos diez días en agua sola, cambiándola cada 3 o 4 días. Las aceitunas van soltando el color negro-morado intenso y se van poniendo más café.
Así se ven a medio camino, aún sin sajar:
Después, las sajamos (hacerle 3 o 4 cortecitos a lo largo a cada una) y las pusimos en salmuera por unas tres semanas, cambiando el agua más o menos cada una semana, verificando la cantidad de sal. Recibí la asesoría técnica de Karina, la junior de la oficina, que sabía más o menos cómo era el cuento.
Están listas cuando uno las prueba y por fin no se arruga. En este caso, en total, se demoraron un poco más de un mes. Están ricas, pero bastante amargas y fuertes. Creo que es porque no estaban 100% maduras. No se parecen a ninguna comprada que haya probado antes. No son las mejores aceitunas del mundo, pero las hice yo!
Separé las negras de las verdes, porque las negras estuvieron listas antes.
Así quedan las negras:
Y las verdes:
Y este es el tarro de verdes, que viajarán cómodamente en bidón de vuelta a Santiago:
Así que ya saben; no es nada del otro mundo. Si pueden conseguir aceitunas frescas (aún es época) atrévanse!
Saludos a todos!
Isidora.