Adiós al albahaca, hola a la olla grande

No es que uno despierte un día y diga "hoy es otoño". No funciona así. El otoño entra por la ventana de la cocina, en silencio, cuando las frutillas desaparecen del refrigerador y los tomates ya no tienen el sabor de enero. Uno se da cuenta tarde: cuando busca albahaca para la ensalada y se encuentra con un atado triste, mustio, que ya no huele a nada.

El verano se va sin despedirse, y la cocina lo resiente. Los cuchillos cortan distinto, más pesado. Las cáscaras son más duras, las manos ya no quieren lavarse con agua fría. Es en ese gesto, mínimo, donde empieza el otoño: cuando encendemos el hervidor antes de cocinar.

Empiezan a aparecer las ganas de guisos. Pero no de esos de revista, con ingredientes impronunciables y fotos filtradas. Guisos de los de verdad: los que huelen desde la escalera del edificio, los que se hacen con lo que hay, los que llevan horas sin apuro.

El otoño es una estación tranquila. Nos obliga a sacar la olla grande, la que duerme en el mueble de abajo, y a resignarnos al vapor en los vidrios. No hay vuelta atrás: la cocina se enfría. Y, con ella, nosotros también.